«Que levante la mano aquel que no haya tenido que llamar a un servicio de atención al cliente en los últimos cinco años»
«A ver... hay alguien al fondo que quiere decir algo. ¿Cuál es tu nombre, hermoso?»
«¿El mismo que se ha pasado 28 años en una isla tropical, recolectando cocos y huyendo de los caníbales?»
«Efectivamente»
«¿Hay alguien más en la sala que no haya contactado con un departamento de atención al cliente en los últimos cinco años y, al mismo tiempo, tampoco haya estado perdido en una remota isla caribeña?»
Sí, queridos amigos. Desde que el primer ser humano bajó del árbol y aprendió a mear sin levantar la pata, el intercambio de bienes y servicios ha sido uno de los factores esenciales para su supervivencia. En sus orígenes, las relaciones comerciales se limitaban a los típicos intercambios de lechugas por taparrabos de leopardo. Con el paso de los siglos, estas primitivas actividades empresariales han ido evolucionando hasta llegar a cosas tan impensables, hace medio siglo, como el comercio electrónico.
Aunque el mundillo de la gestión empresarial ha avanzado sin cesar a lo largo de la historia, en casi todas las grandes corporaciones hay un área que sigue rigiéndose por las mismos usos y costumbres que imperaban en la época de las cavernas. Me estoy refiriendo al departamento de atención al cliente.
En tiempos de Pedro Picapiedra, si el comprador del antes citado tanga de leopardo veía que a los dos días se le aflojaban las costuras, se dirigía, prenda en mano y ciruelo al aire, al fabricante de gallumbos de piel para exigirle la devolución de su lechuga, o una compensación. En estos casos, el amable vendedor (ver foto de la derecha) solía responder a las reclamaciones de su cliente con un contundente garrotazo en todo el bolo. De este modo, el consumidor aprendía rápidamente la lección: lo mejor es no quejarse, si no se quiere salir escaldado.
Desde que Gandhi diera una soberana lección a todo el mundo “civilizado” sobre la ineficacia del recurso a la violencia en la resolución de conflictos, la mayoría de las empresas han cambiado el garrote disuasorio por un invento la mar de curioso: el servicio de atención al consumidor.
Excepto honrosas excepciones, las compañías suelen utilizar este departamento a modo de pozo sin fondo donde los clientes dejan caer sus quejas, con la vana esperanza de ser atendidos de forma rápida y diligente. En otras palabras, en muchas corporaciones este área tiene como principal objetivo que, aquellos que pretendan reclamar sus derechos como consumidores, acaben desistiendo por puro aburrimiento.
Al inicio de este post lanzaba una pregunta al aire: «Que levante la mano aquel que no haya tenido que llamar a un servicio de atención al cliente, en los últimos cinco años» Tras esta pequeña disertación creo que la siguiente cuestión refleja mejor la realidad del tema que nos ocupa: «Que levante la mano aquel que no haya sido maltratado por un departamento de atención al cliente, en los últimos cinco años».
Yo, como todos vosotros, soy un consumidor al que le ha tocado lidiar con los servicios de atención al cliente de todo tipo de empresas: suministradoras de gas y electricidad, compañías de telecomunicaciones, fabricantes de electrodomésticos, y un largo etcétera.
En los pocos meses que llevamos de 2010 ya he tenido la “suerte” de haberme visto obligado a contactar con los servicios posventa de dos grandes compañías: Easyjet y Apple. Con la primera sufrí uno de los clásicos contratiempos del viajero: cancelaron mi vuelo, un par de días antes de Nochebuena. Con la segunda tuve el percance que más temen los tecno–adictos: mi flamante iPod Touch dejó de funcionar, al mes de haberlo adquirido.
Como las historias del popular género novelesco de las reclamaciones suelen ser largas y enrevesadas, he decidido contaros mis experiencias por entregas, a lo culebrón venezolano. En este post os relataré mi aventura con Apple y, en uno posterior, la larga odisea en la que me tuve que embarcar con Easyjet. Como colofón, en un tercer capítulo, os ofreceré una comparativa de los servicios de atención al cliente de ambas compañías, destacando sus diferencias (que son muchas) y similitudes.
ACTO I: de cómo el ingenioso hidalgo Don Economouse de la Mancha tuvo que bregar con el servicio de atención al cliente de Apple.
Por si hay alguien que todavía no sabe a qué se dedica esta empresa, Apple es una mega-corporación norteamericana que se aprovecha de los enamorados de las nuevas tecnologías, como yo, para endosar por doquier bienes y servicios a precios sensiblemente superiores a los de la competencia.
Uno de los logros recientes de esta compañía ha sido reunir todos los cachivaches electrónicos que habitualmente llevamos encima en un solo aparato, con una calidad más que aceptable y un diseño bastante molón: el iPod Touch. Como soy un fashion victim sin remedio, hace unos meses decidí jubilar mi anticuado reproductor musical y mi vieja agenda electrónica, sustituyéndolos por uno de estos ordenadores de bolsillo.
Pero esta romántica historia llegó a su fin cuando, en poco más de un mes, la parte inferior de la pantalla táctil de mi super gadget dejó de responder a los suaves y amorosos toques de mis dedos.
Para colmo de todos mis males, había adquirido mi iPod Touch en España, durante un viaje relámpago que tuve que hacer a mi querida patria (a fecha de publicación de este post, estoy residiendo en Londres). Por otro lado, y para empeorar más las cosas, me había dejado el ticket en Madrid. En resumen, me encontraba en un país distinto a aquel donde había comprado el cacharrete averiado y, además, no tenía un justificante de compra.
Abatido y desilusionado, me metí en la página web de Apple, para ver cómo podía arreglar este entuerto. Tras navegar un rato por el apartado de soporte técnico, rellené un formulario para pedir cita en el Genius Bar (el servicio de atención al cliente, para los no maqueros) de la mega-tienda de Regent Street, en el centro de Londres.
El día en que había reservado mi cita, me presenté en la Apple Store con menos esperanzas que Nemo en una pecera llena de pirañas. Nada más entrar quedé impresionado por la decoración ultra moderna del establecimiento. Todo estaba lleno de luces y cristales. Parece una pecera gigante, pensé para mis adentros. ¡Ahora sí que me sentía como Nemo! ¿Dónde estarían las pirañas?
En la recepción del Genius Bar me dijeron que tenía que esperar unos minutillos, tiempo que aproveché para trastear con algunos de los ordenadores que había por doquier. Cuando me llamaron, se me hizo un nudo en la garganta. Me senté delante del “Genius” y le conté mi problema en un perfecto inglés con acento de Antequera. Tras escuchar mis explicaciones, el tipo me miró a los ojos y me dijo con gesto serio: «vamos a cambiarte el iPod por uno nuevo».
Debo admitir que tan rotunda afirmación me dejó a cuadros. Como soy un consumidor del género “desconfiadus”, pensé para mis adentros: aquí tiene que haber gato encerrado. Es imposible que me estén diciendo que me van a dar un iPod nuevo sin sufrir, previamente, el maltrato que todo cliente se merece. Además ¡no me pedía el ticket de compra! (según parece no era necesario porque, por el número de serie, sabía que había comprado el chisme a finales de 2009).
Sin mediar palabra, el técnico metió mi averiado aparato reproductor (el electrónico, no seáis malpensados) en una pequeña caja de cartón, con forma de mini ataúd. Será para darle un entierro digno, me dije a mí mismo.
A continuación, el “Genius” me comentó que tenía que firmar un papel. ¡Ahí estaba el truco! ¡Seguro que en dicho documento se encontraba una especie de cláusula maléfica destinada a tirar por tierra mis ilusiones de consumidor satisfecho! Pero en el impreso que tenía delante sólo decía que la pantalla táctil de mi antiguo iPod no funcionaba correctamente y que, por este motivo, me entregaban otro.
En ese momento me dí cuenta de que había merecido la pena haber elegido el reproductor multimedia de Apple en lugar de otro de la competencia, con similares prestaciones. No voy a juzgar el servicio de atención al cliente por una experiencia personal aislada pero, si tuviera que definir el trato recibido por esta empresa en una palabra, esta sería “impecable”.
Alucinado, me dirigí a la salida, no sin antes comprar un adhesivo protector para la pantalla de mi nuevo y flamante iPod (¿por qué cuesta tanto salir de este tipo de tiendas sin llevarte algo?).
Y en este punto termina el primer capítulo de mis últimas aventuras como consumidor. En la próxima entrega os contaré cómo me fue con el servicio de atención al cliente de Easyjet. Os avanzo que la historia es muy distinta.
¿Tú has tenido alguna experiencia con el servicio posventa de Apple? Si es así te animo a que dejes tus opiniones en el apartado de comentarios.
Fotografías:
- “lonely island” by ddie, under CC license, some rights reserved, stored in Flickr
- “man” by erix!, under CC license, some rights reserved, stored in Flickr
- “Apple Store Regent Street - inside” by Sara Martín, under CC license
- “Apple Store Regent Street - front” by Mauro Xesteira, under CC license
2 comentarios:
¿Por qué TODAS las empresas grandes, es decir, con pasta, no hacen lo mismo? No es tan difícil, no??
@ Anónimo
Yo creo que es porque la mayoría de los directivos de las grandes empresas están convencidos de que ofrecer un buen servicio de atención al cliente implica, necesariamente, un incremento de costes inasumible para la compañía.
En mi opinión, la suma de todos los gastos (directos e indirectos) asociados a un mal servicio de atención al consumidor, son muy similares a los generados por un buen departamento posventa.
En las dos próximas entradas de este blog profundizaré en el interesante mundillo de la atención al cliente. Si estás interesado/a en este tema, te animo a que te suscribas, utilizando el cuadro de RSS que se encuentra arriba a la derecha.
Un saludo, y gracias por tu comentario.
Publicar un comentario